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Cuento de Navidad

La llamada del jefe del personal le aceleró los pulsos y le produjo un vacío de angustia en la boca del estómago. Se sabía en riesgo por la edad desde que comenzaron los rumores de despidos, pero confiaba en que al menos no habría novedades antes de las fiestas. Subió con un temblor en las piernas y un rato después bajó con la expresión perdida y un finiquito firmado. Le soltaron el breve y frío discurso de rutina, la bajada de ventas, la falta de créditos, la pérdida de clientes, y por un momento pensó en resistir, pero ya se sentía mayor para ciertos desafíos; simplemente querían gente más joven y más barata. Firmó, y al recoger sus cosas notó en la desganada despedida de sus compañeros el alivio inconfesable e incierto de los que escapan del comienzo de una catástrofe.

Decidió no decir nada en casa hasta que pasaran las Navidades. Durante unos días salió y regresó a la hora de siempre; desayunaba despacio en los bares mientras buscaba en vano ofertas de empleo en los periódicos, y aprovechó para resolver el papeleo del paro en una oficina atestada. Deambulaba cavilando sobre el vacío vital que le esperaba al otro lado de las fiestas cuando le llamaron de la parroquia al móvil para recordarle su compromiso de ayudar en la cena benéfica del día 24. No encontró ninguna razón para negarse; aún no quería reconocerse a sí mismo síntomas de depresión.

Así que en Nochebuena acompañó temprano a su mujer y a los niños a casa de sus padres, tomó con ellos el aperitivo y se fue al comedor social a echar una mano. Lo encontró más lleno que otros años y le llamó la atención que junto a los inmigrantes y los sin techo habituales había bastantes hombres y mujeres que no conocía; iban decorosamente vestidos y comían en silencio sin levantar la vista. Se fijó en uno canoso y maduro que mantenía un visible porte de dignidad vencida y al servirle la mesa cruzó con él el relámpago solidario de una mirada. En los ojos vidriosos que le devolvieron un guiño notó la huella de quien ha hecho del alcohol un compañero de viaje.

El coro juvenil cantó unos villancicos que sonaron glaciales en medio de aquel ambiente un poco sórdido, y el tipo de los ojos vítreos levantó un vaso al dirigirle algo parecido a una sonrisa. Al acabar la cena se las apañó para distraer una botella de cava barato que había donado un restaurante del barrio. Encontró al hombre en la calle con las solapas del abrigo subidas y una petaca en la mano; el cava le ayudó a pegar la hebra y se fueron charlando hasta sentarse en una plaza gélida por el relente. Demoró su regreso para escuchar el relato que presentía, una historia de quiebra, desempleo y soledad agravada por un divorcio conflictivo; el régimen de visitas filiales suspendido por impago de pensión, el carrusel de entrevistas de trabajo frustradas, el subsidio a punto de agotarse y la caridad parroquial como último horizonte antes de la derrota. El sujeto tenía sentido del humor o se lo hacía brotar el alcohol, pero en su charla entreverada de sarcasmos no parecía haber cedido del todo a la amargura. Lo dejó en la plaza agarrado a una botella vacía y al alejarse bajo la madrugada se vio a sí mismo en el umbral de un trayecto al que sólo podía llevarse el equipaje de un conjuro contra la desesperanza.


Ignacio Camacho
ABC, 24 de diciembre de 2008
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