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La Navidad secuestrada [José Ignacio Munilla]

No se trata de ninguna exageración. El verdadero significado de la Navidad es ya desconocido para un sector muy importante de nuestra población. La Navidad permanece secuestrada por esa alianza existente entre consumismo y cultura secularizada e intrascendente. En la audiencia papal del 21 de diciembre, Benedicto XVI, hacía el siguiente llamamiento: «mientras una cierta cultura moderna y consumista intenta hacer desaparecer los símbolos cristianos de la celebración de la Navidad, asumamos todos el compromiso de comprender el valor de las tradiciones navideñas, que forman parte del patrimonio de nuestra fe y de nuestra cultura, para transmitirlas a las nuevas generaciones».

Uno de los principales símbolos religiosos navideños es la luz. Las velas de las iglesias, las luces del Nacimiento, del árbol de Navidad y de las calles, evocan otra Luz, que solo la fe puede contemplar. La liturgia reza: «Astro que surges, esplendor de la luz eterna, sol de justicia: ven, ilumina a quien yace en las tinieblas y en las sombras de muerte». De esta forma se nos invita a abrirnos a la Luz sin ocaso, que es Jesucristo.

El Papa aprovechó la referida catequesis para ahondar en el significado de la luz: «La fiesta de Navidad coincide, en nuestro hemisferio, con la época del año en que el sol termina su parábola descendente y empieza la fase en la que se amplía gradualmente el tiempo de luz diurna, según el recorrido sucesivo de las estaciones. Esto nos ayuda a comprender mejor el tema de la luz que prevalece sobre las tinieblas. Es un símbolo que evoca una realidad que afecta a lo íntimo del hombre: me refiero a la luz del bien que vence al mal, del amor que supera al odio, de la vida que vence a la muerte. Navidad hace pensar en esta luz interior, en la luz divina, que nos vuelve a presentar el anuncio de la victoria definitiva del amor de Dios sobre el pecado y la muerte.... El Salvador esperado por las gentes es saludado como «Astro naciente», la estrella que indica el camino y la guía de los hombres, viandantes entre las oscuridades y los peligros del mundo hacia la salvación prometida por Dios y realizada en Jesucristo».

La secularización de la Navidad tiene también un importante aliado en el olvido del sentido religioso del tiempo y en la consecuente paganización de la celebración del inicio del año. Sin embargo, por mucho que nos empeñemos en negar las raíces cristianas de nuestra cultura, cada vez que fechamos una carta, cada vez que comemos las uvas al son de las campanadas, estamos reconociendo implícita -ojalá explícitamente-, que el nacimiento de Jesucristo es el acontecimiento central de la historia de la humanidad, a partir del cual dividimos el tiempo, en un «antes de», o «después de».

Algo semejante ocurrió ya en torno a la llegada del hombre a la Luna, en 1969, cuando EE UU estaba por entonces bajo el síndrome de nuestros actuales aires de secularización. Se suscitó en la sociedad norteamericana el debate sobre la necesidad de borrar cualquier rasgo religioso en la gesta de la llegada a aquel planeta, contraponiendo el laicismo norteamericano con la cruz que Cristobal Colón clavó al descubrir América. En efecto, la nave espacial despegó sin bendición previa, y sus tripulantes dejaron en el suelo lunar una bandera americana, acompañada de una placa con el texto: «Aquí han puesto pie por primera vez hombres de la Tierra. Julio 1969, A.D. Hemos venido en paz en nombre de todos los hombres». Sin embargo, al regresar a la Tierra, alguien hizo notar que en aquel pretendido mensaje laico, había una mención religiosa. ¿La fecha estaba referida al nacimiento de Jesucristo!

Dejemos a un lado el error de datación de cuatro a seis años que cometió Dionisio el Exiguo, monje del siglo VI, quien tuvo la feliz idea de elaborar un calendario que se iniciase con el nacimiento de Jesucristo, así como los motivos por los que se eligió el 25 de diciembre para la celebrar la Navidad. Todos estos detalles no alteran en nada lo que queremos afirmar. La cuestión clave es que el calendario asume el «concepto» de que el tiempo se cuenta en referencia al nacimiento de Cristo. El tiempo no se mide en base a un criterio convencional numérico, ni astronómico, sino histórico teológico. Y más allá del hecho fáctico de la elaboración de un calendario, lo verdaderamente importante es entender todas las implicaciones que esto lleva consigo. En el fondo, hay dos concepciones irreconciliables de la historia. La primera la entiende como una dialéctica en la que al hombre sólo le cabe buscar en sí mismo su propia realización. La segunda percibe en la construcción de la ciudad terrena la antesala de un destino eterno; hasta el punto de que sólo desde éste, a la luz de Dios, cabe descubrir el sentido definitivo de la historia humana.

La afirmación cristiana de que Dios ha asumido nuestra naturaleza humana, adentrándose en nuestras coordenadas de espacio y tiempo, supone que en adelante la historia del hombre es también historia de Dios, y que la historia de Dios comienza a ser historia del hombre. Todo lo auténticamente humano interesa a Dios, y, a su vez, todo lo divino concierne también al hombre. Antes de Cristo, aún sin conocerle, la historia le estaba esperando. El hombre buscaba una plenitud que era incapaz de darse a sí mismo. El inicio de un nuevo año, 2006 en este caso, será una manifestación, una vez más, de la continua presencia viva y salvífica de Jesús, en el tiempo y el espacio. El es el centro del universo y de la historia.

Y aún tenemos que dar un paso más, para extraer las consecuencias debidas de las «formas» y «maneras» en las que tuvo lugar la encarnación y nacimiento del Hijo de Dios en Nazaret y Belén. La imagen del niño débil, no es un mero signo de ternura, es también una invitación a poner en práctica la doctrina de Cristo: «si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 18, 3) «¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer? Respondió Jesús: En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu.» (Jn 3, 4-6). Dicho de otra forma, los signos de la Navidad, no esconden sólo hermosas evocaciones místicas, sino que son una llamada muy concreta a la conversión personal, al arrepentimiento de nuestros pecados, al abajamiento del orgullo para acceder a la fe, al cultivo de la «pobreza de espíritu», al desprendimiento generoso de nuestras riquezas para poder así reconocer los signos pobres con los que los ángeles anuncian al recién nacido: «...y esto os servirá de señal: encontraréis un Niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2, 12)


José Ignacio Munilla, Párroco de El Salvador (Zumarraga, Gipuzkoa)
EL DIARIO VASCO, 24 de diciembre de 2005

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