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Los buenos maestros

Ahora que ha empezado el nuevo curso escolar me gustaría hacer algunas reflexiones sobre la importancia del buen profesorado en la educación. Siempre ha habido buenos maestros, y por tanto buenas prácticas educativas. Y también, malos maestros. Los que fuimos a la escuela durante el franquismo, el recuerdo que tenemos de los últimos es seguramente más punzante. El autoritarismo derivado de la dictadura incidía de lleno en lo que se trasmitía y, evidentemente, en cómo se transmitía, en lo que se aprendía y en cómo se aprendía. Sin embargo, incluso los que fuimos educados en aquel contexto, recordamos algún buen maestro que nos ha dejado un recuerdo persistente en la memoria. Casi siempre han sido maestros en donde han confluido dos cualidades: la sabiduría y la afectividad. Por un lado, unas condiciones intelectuales y de interés por la docencia, vocación, si se quiere, el placer de enseñar. En este sentido difícilmente se puede trasmitir o despertar pasión por el conocimiento, curiosidad por las cosas, si no se poseen estas cualidades, difícilmente se puede ayudar al alumnado a descubrir lo que sea, si nosotros no vivimos el placer del descubrimiento, a la vez que manifestamos el propio estilo de abrazar el conocimiento y contribuimos a que los alumnos alcancen el suyo. Y, por otro lado, el afecto, el amor por lo que hacemos, y el respeto y la confianza en las capacidades de los alumnos, sean las que sean.

Cuando estas cualidades no se dan cualquier enseñanza se banaliza, tanto si responde a estilos más convencionales o aparentemente más innovadores. A menudo nos apuntamos enseguida a todo lo que llega de fuera, haciendo tabula rasa de lo anterior, sin reparar en la propia tradición. Descubrimos a cada momento el Mediterráneo, cuando a menudo lo único que se produce es un cambio de lenguaje: pura retórica en la cual nos perdemos. Esto, obviamente, no es responsabilidad exclusiva de maestros, sino también de reformadores, y de las instituciones educativas que, a menudo, no están suficientemente atentas ni hacia las buenas prácticas de las escuelas ni hacia los buenos maestros.

Porque si esas cualidades no se dan, no importa cuáles sean las prácticas educativas, individualizadas o cooperativas; no importa que se utilicen las nuevas tecnologías o no, que se empleen buenos materiales educativos o no (no hay nada más banal que los contenidos de muchos libros de texto, cada vez más enigmáticos, incluso para el profesorado: pura farfolla inadecuada a los alumnos), no importa que se quiera educar para la paz o para la igualdad de géneros, que se pretenda enseñar a leer o que se utilice la mediación para resolver los conflictos escolares. No se dejará huella en los alumnos que desaprenderán lo que supuestamente han aprendido al día siguiente mismo del examen, o de la actividad desarrollada, como ya apuntaba George Steiner, refiriéndose a la sociedad americana (hoy la nuestra), con el término de analfabetismo de retorno. Y es que la banalización que a menudo acompaña muchas prácticas educativas, como reflejo de un mundo en donde todo se banaliza, hasta las causas más loables, sólo se puede combatir desde la escuela cuando los aprendizajes son vividos, interiorizados, conceptualizados y teorizados: práctica y reflexión, pensamiento y acción. Con el esfuerzo que sea necesario por parte del alumnado, pero, sobretodo, con la autoridad del maestro, aquel buen maestro que posee las cualidades antes dichas: sabiduría y afectividad.

Como decía un buen maestro, además de teólogo importante, J. B. Manyà, en la década de los sesenta: «El profesor que no lleva un interés a fondo por su docencia tal vez hará estudiar y repasar, y más repasar, la materialidad de un programa en vistas y por el miedo de unos exámenes, pero nunca podrá inyectar en sus discípulos un interés que él no siente ( ) porque nunca ha llegado a las profundidades intelectivas donde, y solamente, se produce el placer, el entusiasmo por el estudio». Y respecto al afecto dice: «Aquél siente hacia aquella inteligencia en formación ( ) un interés, una simpatía, un amor que no se cansa nunca de prodigarse. No se cansa porque disfruta de aquella voluptuosidad influyendo, modelando, dirigiendo, excitando la potencialidad intelectiva del discípulo». («Les meves confessions», Publicacions de l´Abadia de Montserrat, Barcelona, 1983.).


Carme Alcoverro, Profesora y Directora de la revista «Escola Catalana»
EL CORREO, 24 de septiembre de 2005

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