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El pueblo de Haití ha sido tiranizado durante años, asesinado y reducido al estado de una bestia hambrienta (LA VANGUARDIA)

Bajo el peso de la maldición Tahar Ben Jelloun reflexiona sobre la tragedia de Haití, un país que visitó justo cuando acababa de finalizar la larga, sangrienta y terrible dictadura de los Duvalier. Visité Haití hace unos años, poco antes de la llegada al poder del padre Aristide, esperanza y oportunidad para este país. Haití acababa de quitarse de encima a la familia Duvalier, padre e hijo, que destruyó esta república matando a buena parte de sus habitantes. A la muerte de quien reunía en su persona la condición de padre y dictador del país, el escritor haitiano René Depestre, exiliado en Francia, publicó un artículo de opinión en “Le Monde” exigiendo que su cadáver fuera exhumado y juzgado. Por aquel entonces no existía aún un Tribunal Penal Internacional, pero la sola idea de que un dictador sanguinario, sin creencias ni moral, pudiera morir en su lecho resultaba intolerable. En este sentido, no bastaba la muerte física de este horrible figura. El pueblo exigía una justicia inmediata, sabedor de que la justicia divina se reducía a una promesa y un acto de fe. El hijo le sucedió imbuido del mismo rencor, la misma barbarie y, sobre todo, la misma impunidad. No por mucho tiempo. Sería expulsado de la isla y hallaría refugio en Francia, donde nunca se le molestó. Francia ejercía entonces una notable influencia en este país, cuyas elites usaban el francés. Pero Francia no pudo impedir las matanzas ni los desastres que afligieron al país, y el hecho de que diera asilo a Duvalier hijo sin juzgarle ofendió a los haitianos en el exilio. No me propongo analizar en este artículo lo que está sucediendo en Haití. Contamos con suficiente información al respecto. Sin embargo, querría dar a entender con mis palabras hasta qué punto este país ha sido saqueado en todos los sentidos del término, hasta qué punto su pueblo ha sido tiranizado, asesinado y reducido al estado de una bestia hambrienta. La ausencia de derechos y de leyes ha dado rienda suelta a la arbitrariedad y, sobre todo, al poder oculto del vudú. ¿De qué se trata? De una creencia en una especie de magia negra (cargada de hondas supersticiones) que traza los senderos de la existencia de cada cual. El destino es el vudú, que puede representarse por la imagen de un gallo negro o por cualquier otro animal poseedor del alma de los muertos. El vudú es una práctica importada por africanos en suelo americano y se caracteriza por un notable conocimiento de los venenos de origen vegetal, de donde proceden sus riesgos. Todo el mundo lo teme, pues se sabe que puede actuar a través de la comida, la bebida o sencillamente de manera mágica. Toda la isla se halla bajo la influencia del vudú. Los Duvalier elevaron el vudú a la condición de práctica cotidiana, convirtiéndolo en instrumento de su dominio y, sobre todo, en un medio para desembarazarse de sus enemigos. Me dicen que los muertos nunca mueren del todo. Regresan. Atormentan tanto a los hogares como a las conciencias. Al pasar un día junto a un cementerio donde acababa de tener lugar un entierro, pude ver a dos hombres que esparcían clavos sobre el camino. Me explicaron que la familia echa clavos para que el muerto no se apresure en volver. Sin el vudú, los Duvalier no habrían podido seguir explotando y engañando al pueblo de Haití. Presentaban esta clase de prácticas como cultura popular, como tradiciones que deben respetarse. Sacaron enorme partido de él, explotando desvergonzadamente el candor y los impulsos instintivos de la gente. En nombre del vudú se encarcelaba, se mataba, se hacía desaparecer a las personas, etcétera. Hundida la economía, nada funcionaba. Únicamente algunos extranjeros –libaneses, franceses– trataban de mantener un mínimo de actividad comercial. El país fue desforestado y de la madera se hacía carbón. Los ciudadanos no podían protestar lo más mínimo. Los Duvalier crearon comandos –los “tonton macoutes”– que gozaban de entera libertad para asesinar y torturar. La vida humana no valía gran cosa. Los enfermos no se atendían y el nivel de higiene del país acusaba un abandono deplorable. Por ello, se esperaba la llegada del padre Aristide –un servidor de Dios– como una liberación. Por desgracia, este hombre echó por tierra todas las esperanzas y no logró levantar al país del caos en que lo encontró. Ahora los rebeldes tratan de hacerse con el poder. ¿Qué harán? ¿Qué podrán hacer? El país parece una empresa en quiebra. Todo está paralizado. La muerte se cierne sobre el país. Merodea aquí y allá y se lleva consigo a los más débiles. Haití se asemejaría a un cuadro del fin del mundo: el polvo retorna al polvo, el hombre vuelve a descubrir su animalidad. Sobrevivirán los más fuertes. Es el final de una civilización. Y el mundo mira –impotente o indiferente– este espectáculo. No es una novedad. África, por ejemplo, muere todos los días y no se actúa. Así que Haití –que no posee petróleo, gas, tabaco ni minerales– no interesa a nadie. Tahar Ben Jelloun, escritor. Premio Goncourt 1987 LA VANGUARDIA, 25 de febrero de 2004
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