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Diez años de torturas para Ana (EL PAÍS)

El crimen de Barcelona cuestiona la eficacia de las medidas preventivas que se dictan contra los maltratadores. Era la crónica de una muerte anunciada y todo el mundo sabía que podía suceder. Empezando por el asesino y acabando por la víctima. Ocurrió el pasado martes en Barcelona, cuando Pedro Martínez Bustos, de 49 años, acudió al domicilio de su ex compañera sentimental, Ana María Fàbregas Escuder, de 52 años, y supuestamente la mató de un martillazo en la cabeza. En el registro judicial de Barcelona constan en los últimos 10 años 54 causas en las que aparece el nombre de Ana María Fàbregas, tramitadas en 15 juzgados distintos. La estadística oficial prevé una casilla para relacionar a la persona con los hechos, y en esa clasificación de causas judiciales Ana María Fàbregas aparece como denunciante en 32 casos, como perjudicada en 14, como lesionadas en 4 y como testigo en otras tantas. Pero la estadística ya no tiene ningún valor, porque el sistema judicial no las unificó jamás para dar una respuesta única y tratar de evitar su muerte. Y eso que alguna de las denuncias acabó en sentencia judicial condenatoria en la que se reflejaba que Pedro Martínez le había dicho en repetidas ocasiones a su ex compañera sentimental: "Te voy a matar". Así se refleja, por ejemplo, en la sentencia dictada el 29 de mayo por el Juzgado de lo Penal 4 de Barcelona, que le condenó a 720 euros de multa por quebrantar la medida de alejamiento a más de cien metros del domicilio de la víctima que había dictado otro juez el 29 de enero. En los hechos probados se lee: "La madrugada del día 18 de mayo de 2003 llamó por teléfono a Ana María y le dejó en el contestador automático el siguiente mensaje: 'Eres una puta, te voy a matar', y, no contento con ello, sobre las diez de la mañana del mismo día la abordó en las cercanías de su domicilio y, al tiempo que le gritaba '¿dónde te vas, puta?, te vas a la playa', la agarró del jersey y le dijo 'iré donde vayas', abandonando acto seguido el lugar al oír que una vecina le gritaba recriminándole". "Me va a matar", decía ella a amigos y vecinos. Días antes del crimen había explicado que ya no podía más. Estaba cansada de poner denuncias. Harta, porque sólo en lo que iba de año había acudido 34 veces a denunciarle. Quizá por esto su muerte no sorprendió a nadie en el popular barrio de Sant Andreu. El ministro de Justicia, José María Michavila, ha terciado esta semana en la polémica por esta muerte argumentando que con la orden de protección aprobada el jueves por el Congreso no se hubiera producido. Esta orden permite al juez de guardia encarcelar a quien quebrante una medida de alejamiento. "El Código Penal está para condenar por lo que se hace, no por el riesgo de lo que puede ocurrir", asegura Enrique Antonio Luque, abogado defensor del supuesto agresor. "De nada sirve encarcelar unos días a un agresor o ponerle una pulsera GPS de control, porque, si quiere matar, mata", añade el letrado. En su opinión, es muy difícil evitar estos crímenes. "No sé qué más se puede hacer. ¿Ponerle un policía a cada mujer amenazada como si fuera un concejal del PP en el País Vasco?". El día al que alude la condena citada contra Pedro Martínez no fue el único que quebrantó la orden de alejamiento. Los vecinos de la víctima lo habían visto a menudo merodeando hasta que ella llegaba. Ella, para evitar escándalos, accedía a hablar con él, pero procuraba llevárselo lejos de su vecindario. Tenía miedo, pero también vergüenza. Dos semanas después de ser condenado, el agresor cumplió la amenaza que había grabado en el contestador. Ana María y Pedro se habían conocido dos años antes en un centro de desintoxicación para alcohólicos y ambos estaban en tratamiento psiquiátrico. Ella vivía sola con una pensión de invalidez y llevaba tiempo separada de su marido, a quien el juez había dado la custodia de sus dos hijos. Ana María tenía muy buena relación con ellos, según cuenta Juana Gutiérrez, de 67 años, vecina y amiga. "Pero la verdad es que, si sabían que el compañero de su madre estaba en casa, no querían venir", relata. Cuando terminaron la terapia, Ana María acogió a Pedro en su casa, pero después de un tiempo y debido a los malos tratos decidió acabar la relación. Como suele ocurrir, la decisión no puso fin a su sufrimiento. Al contrario. Su ex compañero no dejó de visitarla y, muy pronto, de acosarla. A veces volvía a acogerlo en casa, no se sabe si por piedad o por miedo. Pero durante esas estancias Ana María solía aparecer con moratones. "Una relación intempestiva", en palabras del abogado defensor. Ana María, que sufría depresión y tenía problemas con el alcohol, apenas salía del domicilio para no encontrarse con él. Poco a poco se fue alejando de sus amigas. "Tenía mucho miedo y cada vez se sentía más sola", dice su amiga Juana, que vive en el piso de abajo y oía con frecuencia las peleas. La policía había acudido en varias ocasiones alertada por los vecinos. El supuesto agresor explicó el jueves al juez de guardia que él no cometió el crimen y que cuando ocurrió estaba en otro sitio comiendo con varias personas, una de ellas su nueva compañera. Pero el juez no dio crédito a esa coartada. Los vecinos le habían identificado e incluso le habían visto salir de la casa tras el crimen. "El caso ha tenido una trascendencia mediática desproporcionada porque el hombre quebrantó la medida de alejamiento, pero eso, a efectos jurídicos, no tiene importancia", explica el abogado defensor. Los vecinos insisten en que el crimen "se veía venir desde hacía tiempo" y no comprenden cómo habiendo denunciado las amenazas tantas veces, la justicia no había sido capaz de evitar algo que todos sabían que iba a ocurrir Pere Ríos, Barcelona EL PAÍS, 15 de junio de 2003
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