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La verdadera cruzada de Bush (LA VANGUARDIA)

¿Por qué George W. Bush ha decidido atacar Iraq? William R. Polk, con amplia experiencia en la Administración estadounidense, descarta el miedo al poder militar de Saddam, el deseo de controlar el petróleo iraquí, el beneficio económico o la ira ante la tiranía... Para el analista, los auténticos motivos pasan por la nueva visión estratégica de la supremacía mundial estadounidense y el avance mesiánico del fundamentalismo cristiano vinculado al sionismo. Como la mayoría de la gente inquieta, en los pasados meses he invertido buena parte de mis horas de vigilia intentando entender cómo y por qué hemos llegado a la guerra. Mis años como historiador y analista de asuntos internacionales, incluidos cuatro en uno de los puestos más privilegiados del Gobierno estadounidense, han sido guía y aliento de mi búsqueda. Aun así, esta condición aventajada no me ha ayudado a despejar de forma satisfactoria las ambigüedades. En primer lugar, debemos preguntarnos qué es la crisis. Por mi experiencia en el Gobierno y por mi interpretación de la historia, sé que casi siempre ha resultado posible responder a esta pregunta “con objetividad” o de forma lógica. En la crisis de los misiles de Cuba, los estadounidenses teníamos la sensación de que la colocación de misiles de cabeza nuclear rusos en Cuba no sólo suponía una nueva amenaza para los estados continentales de Estados Unidos, sino que “desestabilizaría” el equilibrio mundial del poder. Tomamos la determinación de no permitir que se produjeran esos cambios. Cierto es que reaccionamos de forma en parte emotiva e incluso desproporcionada: teníamos muchos más misiles nucleares situados en las proximidades de la Unión Soviética –algunos justo en la frontera con Turquía– de los que Rusia tenía intención de situar en Cuba. Nosotros argüimos, sin embargo, que los nuestros ya estaban colocados y que el equilibrio del poder ya se había ajustado a su presencia, mientras que la introducción de misiles en Cuba era nueva y, por lo tanto, desestabilizadora. No se dijo, por supuesto, que suponíamos que nuestro proceder era el correcto y que el de los rusos estaba mal. Aun así, en general, nuestras acciones tenían cierta lógica y los rusos la aceptaron. Llegaron a la conclusión de que Cuba estaba en nuestra órbita y nosotros reconocimos que el hecho de que tuviéramos misiles en Turquía era una provocación. Así que llegamos a un acuerdo. Ambos países retiramos los misiles. Cuando intento hacer la suma de factores de Iraq, en parte con la crisis de los misiles de Cuba en mente, no me salen las cuentas. Comparemos ambas situaciones: Rusia poseía una población altamente desarrollada de unos 250 millones de personas que vivían en una vasta extensión de terreno y que estaban lideradas por un gobierno experto, capaz de alinear un enorme ejército equipado con un arsenal completo de armas de destrucción masiva. Si Rusia nos amenazaba, la amenaza sería real. Por el contrario, Iraq es un país pequeño. Su población asciende a 23 millones de personas, pero, al igual que el territorio –en gran parte desierto–, la mayoría de ellas son “inutilizables” para el gobierno. Alrededor de una cuarta parte son kurdos, que se rigen por una cultura diferente, aspiran a la independencia y viven en lo que es prácticamente un estado autónomo. Casi la mitad del total de la población iraquí son musulmanes chiitas, que tienen una marcada influencia de la cultura persa y a los que el Gobierno musulmán suní considera sospechosos. El resto, el “Iraq” que en la actualidad está en nuestro punto de mira, suma apenas cinco millones de personas. Gracias al petróleo, Iraq se había convertido en el año 1990 en el estado más progresista y moderno de Oriente Medio, aparte de Turquía e Israel. Por aquel entonces, la renta per cápita ascendía a unos 2.000 dólares, lo que permitió la aparición de una numerosa y próspera clase media. Hoy en día, tras una década de crisis generada por las sanciones económicas (impuestas el 6 de agosto de 1990), el producto nacional bruto ha caído en picado y la clase media se ha sumido en la pobreza. En la industria, en el armamento e incluso en los taxis de Bagdad los resultados son evidentes: para mantener parte de la maquinaria en funcionamiento, se ha canibalizado parte del antiguo equipo. Se podían importar pocas piezas de maquinaria nueva. El resultado, evidentemente, es una precipitada reducción de las cifras, de la capacidad de producción y del rendimiento. II Aunque el verdadero poder de una nación-estado es una cuestión relativa al tamaño y la modernidad de su fuerza militar sólo desde un punto de vista superficial, debemos tomarlo en cuenta. Así pues, ¿cuál es el resultado? Su Ejército es más reducido que en 1990. En la actualidad asciende a 400.000 soldados, pero, al igual que el territorio y la población, la gran mayoría de ellos no son muy valiosos. La lealtad o, como mínimo, el ímpetu de un 80% de las tropas es cuestionable. Su equipo no sólo está deteriorado, sino que en la actualidad resulta enormemente obsoleto o, cuando menos, obsolescente. Estas tropas no tienen las capacidades de mando y control que convierten a ejércitos como el estadounidense, el ruso, el israelí y pocos más, en superiores. Por último, carece de la capacidad de largo alcance: no puede trasladar hombres ni equipo a distancias superiores a pocos cientos de kilómetros. Prácticamente no tiene fuerza aérea, los escasos misiles que todavía le quedan son de corto alcance, sólo pueden recorrer unos 150 kilómetros o poco más. En resumen, este Ejército no tiene nada peligroso que pueda aproximarse a Estados Unidos. Además, a diferencia de la Unión Soviética en la época de la crisis de los misiles de Cuba, Iraq no está sólo aislado, sino que está rodeado por países más poderosos que él. Irán posee una población mucho más numerosa, una riqueza mucho mayor y puede alinear un ejército mucho más cuantioso. Turquía tiene el segundo mayor ejército europeo (después de Rusia), equipado y preparado según los estándares de la OTAN. Israel tiene uno de los ejércitos más poderosos del mundo y posee un arsenal completo de armas químicas, biológicas y nucleares, que, según ha anunciado, está dispuesto a utilizar. Estuvo a punto de usar las armas nucleares contra Siria y existen pruebas de que, como mínimo una vez, en febrero y marzo del 2001, utilizó las armas químicas tóxicas que fabrica en Nes Ziona (Nota 1). Sin duda, las usaría contra Iraq si percibiera la existencia de una amenaza. ¿Tiene Iraq un as en la manga, es decir, tiene armas de destrucción masiva? Este tema ha recibido tanta atención y ha generado tanto miedo que hemos perdido de vista la realidad. Todo el mundo está de acuerdo en que Iraq ni tiene ahora ni ha tenido nunca armas nucleares. La fabricación de este tipo de armas no sólo requiere el dinero y los medios tecnológicos que Iraq tenía, sino también una planta industrial y un espacio de pruebas de proporciones considerables. Podemos observar la importancia de la suma de estos prerrequisitos en otras situaciones: Alemania no pudo desarrollar armas atómicas durante la Segunda Guerra Mundial porque no contaba con un lugar adecuado para fabricarlas ni para probarlas. Con la ayuda de Francia, Israel pudo llevar a cabo el trabajo preliminar en Dimona, en el desierto meridional, pero durante el vital periodo de pruebas tuvo que aliarse con Sudáfrica. Francia realizó las pruebas en el desierto argelino. Estados Unidos, India, Pakistán y China utilizaron sus desiertos con los mismos fines. El lugar en que Corea probará sus armas todavía no está claro. Sin embargo, el factor crucial es que Iraq ha permanecido bajo vigilancia durante la pasada década de forma regular, casi minuto a minuto, y no ha podido importar nada, ni mucho menos realizar pruebas, sin que Estados Unidos o los demás países lo sepan. Claro está que no soy el único que analiza estos hechos. Otras personas han admitido no estar de acuerdo con los miedos que dominan la opinión pública actual. Así pues, “personas anónimas” se han empeñado en aumentarlos o simplemente en fabricar nuevas “pruebas”. Hace un par de semanas, el hecho de que Iraq importara tubos especiales de aluminio, de los que se pensó que estaban destinados a la fabricación de armas nucleares, se consideró como el “arma del delito”. Más tarde, cuando se demostró la insignificancia de ese episodio, otro salió a colación. Se trataba de un fraude intrincado y muy peligroso. Tal como informó el jefe de la Agencia de Energía Atómica Internacional al Consejo de Seguridad de la ONU, alguna organización, supuestamente una organización gubernamental con acceso a técnicas sofisticadas, falsificó una serie de documentos ideados para demostrar que Iraq había intentado importar uranio de Nigeria. Los gobiernos de Estados Unidos y Reino Unido examinaron los documentos y los entregaron a los inspectores de la ONU. Cuando los expertos los analizaron, llegaron a la conclusión de que eran falsos. Lo que resulta inquietante es que los expertos británicos y estadounidenses casi con total seguridad sabían que los documentos no eran auténticos. ¿Por qué les dieron crédito al entregarlos sin decir nada? ¿Conocían su procedencia? ¿Participaron en su elaboración? Este clásico ejemplo de “truco sucio” del espionaje se corresponde con la definición que da la Constitución estadounidense de “delito grave”, ya que podría haber sido el detonante de la invasión estadounidense de Iraq. Como ciudadanos de una democracia, merecemos que se nos cuente que la historia era mentira y también quién la urdió. En lo que atañe a las armas biológicas, el miedo no tiene que empujarnos a comprar cinta aislante, lo que tenemos que hacer es un análisis racional del peligro. Reconozco estar un poco desfasado, pero cuando formaba parte del Gobierno estaba autorizado para acceder a la información sobre estas armas. Aunque se han realizado algunas mejoras desde que estaba bien informado, los fundamentos no han cambiado. Son los siguientes: las armas biológicas son más terroríficas que letales. En comparación con otras, hay pocas personas que hayan sufrido su azote y muy pocas que tengan la posibilidad de sufrirlo. Son difíciles de utilizar, mucho menos “eficaces” que cantidades equiparables de explosivos, y de un efecto altamente limitado. Teniendo en cuenta la posibilidad de elección de armamento, un enemigo racional no las escogería, salvo, como he dicho, por su efecto psicológico. Ésta es la razón por la cual el Gobierno no debería atemorizar a la opinión pública, como ha hecho hasta ahora, sino que debería informarla al tiempo que elabora programas para reducir o eliminar el peligro. ¿Tiene Iraq armas biológicas? Y, de ser así, ¿puede usarlas? ¿Las pondrá en manos de organizaciones terroristas independientes? Creo que la respuesta breve es “no”. Aunque sea cierto que Iraq tuviese armas biológicas –de hecho, tenía los agentes biológicos y el equipo industrial necesario procedentes de Estados Unidos y Gran Bretaña para transformarlos en armas (Nota 2)–, se habrían añejado y perdido su efectividad, igual que el pan en un estante de supermercado. Lo que Iraq tenía se destruyó junto con el equipo necesario para fabricar nuevas partidas (Nota 3). Cualquier cosa que pudiera haber estado escondida sería ahora inservible. Además, contamos con numerosos medios para garantizar que no se hayan vuelto a importar existencias ni equipo. Supongamos que los numerosos inspectores que los estadounidenses y otros países han enviado a Iraq se equivocan, que a Iraq todavía le quedan algunas armas biológicas y que milagrosamente las mantiene en buen estado, ¿podría utilizarlas? En teoría, sí, pero tengamos en cuenta que cuando realmente las tenía, en la guerra de 1990-1991, no las utilizó. ¿Por qué? Porque sabía que, de haberlo hecho, habrían saltado todas las alarmas y los estadounidenses (o los israelíes) habríamos arrasado todo el país. La contención, tal como aprendimos tras medio siglo de enfrentamiento con la URSS, funcionó. Por otra parte, para ser útiles, estas armas deben ser lanzadas. Desde 1991 se han realizado importantes avances tecnológicos en los sistemas de lanzamiento, pero, por lo que me consta, más del 90% de los virus mueren si son lanzados desde un avión. Así que para conseguir resultados importantes deben transportarse grandes cantidades. Iraq sólo tiene capacidad de lanzamiento en dos categorías: en primer lugar, hace meses, cuando los estadounidenses empezamos a amenazar con invadir y derrocar su Gobierno, Saddam Hussein, en previsión, podría haber sacado material biológico al extranjero, quizá en portacontenedores normales y corrientes. Sin embargo, estos materiales habrían empezado a deteriorarse desde el día en que fueron embalados y habrían resultado inservibles unos meses o años después. El Gobierno estadounidense debería comunicar este hecho al público en lugar de asustarlo. En segundo lugar, si tuviera armas biológicas, Iraq podría usarlas en su propio país. Así pues, si existe peligro de que las use, es para las tropas invasoras. Evidentemente, la mejor forma de evitar este peligro es no invadir. ¿Qué hay sobre la cuestión de que las entregue a alguna organización terrorista? Como ya han señalado con frecuencia altos cargos tanto del FBI como de la CIA, ambas organizaciones han sufrido grandes presiones por parte del secretario de Defensa, Donald Rumsfeld; del subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz; de la directora del Consejo Nacional de Seguridad, Condoleezza Rice, y su segundo, Stephen J. Hadley, así como de otras personas para que aporten pruebas de un vínculo entre Iraq y la organización Al Qaeda. Pese a los intentos de encontrarlo, no se ha descubierto ninguno. Como declaró un agente del FBI a “The New York Times” (2 de febrero del 2002): “Hemos estado buscándolo sin descanso durante más de un año y, ¿sabe lo que le digo?, no creemos que exista”. “Personas anónimas” han intentado inventar vínculos, pero uno a uno han sido desmentidos por los periodistas. El más conocido fue la supuesta reunión en Praga entre un agente de la inteligencia iraquí y Mohamed Atta (uno de los implicados en el ataque al World Trade Center). Esta reunión se vendió como el “arma del delito” que justificaría un ataque contra Iraq. Tras investigar la cuestión in situ, el presidente Vaclav Havel llamó al presidente Bush para advertirle que la información era falsa. Y el director de la CIA, George Tenet, lo confirmó. Como muchos comentaristas han resaltado, la Administración Bush es la más hermética de toda la historia de Estados Unidos. Como dijo un observador: “Tiene el instinto de no decir nada”. El vicepresidente, Dick Cheney, se negó incluso a autorizar el acceso del Congreso a los archivos de su Grupo de Trabajo de Energía. Cuando revela algo, la Administración estadounidense manifiesta una alarmante costumbre de precipitarse con los hechos y tratarlos a la ligera (Nota 4). Molesto por la falta de “receptividad” de la CIA e incluso de la Agencia de Inteligencia para la Defensa con respecto a lo que la Administración quiere demostrar, Rumsfeld decidió poner en marcha un nuevo cargo de inteligencia ocupado por el subsecretario Douglas Feith, que es un importante defensor del ataque a Iraq (Nota 5). Rumsfeld pensó que, supuestamente, un servicio interno se mostraría receptivo en los casos en los que los servicios independientes no lo fueran. Esta actuación viola la regla de oro del análisis de los servicios secretos, que debe ser independiente para ser preciso. La lección que se extrae al analizar los servicios secretos es que la mayoría de los acontecimientos tienen una cierta lógica. Por supuesto que, algunas veces, los gobiernos actúan de forma irracional o atípica, pero se contrata a los analistas para que tengan especial cuidado y para exigir pruebas claras cuando sospechan de la existencia de una anomalía. Esta anomalía sería la cooperación entre un estado autoritario y un grupo no gubernamental. Por tanto, deberíamos preguntarnos lo siguiente: ¿qué es probable que haga el Gobierno iraquí con los fundamentalistas islámicos? Empecemos por lo que sabemos. Lo que sabemos es que Ossama Bin Laden ha acusado sistemáticamente a Saddam Hussein de ser un infiel, la denuncia más grave que puede utilizar un musulmán y que proclama que la persona puede ser asesinada conforme a la ley. Bin Laden se ofreció incluso a organizar una unidad militar para atacar Iraq en 1990. Por su parte, Saddam ha incurrido en todo lo que los fundamentalistas odian: ha liberado a las mujeres, incluso las ha hecho entrar en el Ejército, ha secularizado el Estado y la sociedad, y ha atacado al poder musulmán más conservador del país, el de los chiitas. Haría falta una considerable transformación de ambos y de sus equipos para que encontraran una causa común. ¿Cuál podría ser esa causa común? Evidentemente, la hostilidad hacia Estados Unidos. Hasta la fecha no ha sucedido, y sería bastante improbable a menos que se dieran circunstancias extremas. Si Saddam estuviese en inminente peligro de muerte, puedo imaginarlo haciendo prácticamente cualquier cosa, incluso abriéndole los brazos a la organización de Bin Laden. ¿Y Bin Laden? A él, como llevo meses señalando, nada le iría mejor que una guerra entre Iraq y Estados Unidos, puesto que, casi con total seguridad, ésta proporcionará una nueva fuente de reclutas para Al Qaeda y las numerosas organizaciones similares que surgirán de sus escombros. Para defender el islam contra lo que él ve como una cruzada estadounidense –una palabra con grandes connotaciones emotivas que el propio presidente Bush utilizó con imprudencia– sería concebible que Bin Laden trabajara incluso junto a un infiel o, mejor aún, con los enfurecidos compatriotas de un infiel muerto. Los dos puntos cruciales aquí son que, ante la guerra, la cooperación entre Iraq y cualquier organización terrorista es improbable y, hasta la fecha, no se ha demostrado que exista ninguna. Se desprende, obviamente, que no es inteligente provocar un acercamiento entre Saddam y Bin Laden alimentado por el miedo a los estadounidenses. ¿Qué hay de las armas químicas? Son más fáciles de almacenar que las armas biológicas o las nucleares. ¿Posee Iraq este tipo de armamento? La Administración Bush nos dice que sí. La prueba, nos cuenta, nos la han aportado los desertores. El testigo estrella fue el teniente general Hussein Kamil, yerno de Saddam, que desertó en 1995 y fue ejecutado por traición tras su insensato regreso a Iraq. Mientras permaneció fuera del país, fue interrogado exhaustivamente por la CIA. El secretario de Estado, Colin Powell, y el segundo del Consejo de Seguridad Nacional, Stephen Hadley, afirmaron que el general Kamil había declarado que los iraquíes las habían ocultado. En realidad, tal como prueban unos documentos del Gobierno estadounidense recientemente salidos a la luz, dijo exactamente lo contrario: declaró (Nota 6) que “tras la guerra del Golfo, Iraq destruyó todos sus arsenales de armas químicas y biológicas, así como los misiles para lanzarlas”. Powell fue enviado al Consejo de Seguridad con lo que el presidente Bush calificó de pruebas concluyentes sobre cómo Saddam estaba ocultando armas prohibidas y colaboraba con organizaciones terroristas. Pese a la alta tecnología de la puesta en escena, las pruebas se derrumbaron al ser examinadas. Peor y más improvisada fue la contribución de los británicos. Se trató de un plagio de viejas copias de los informes sobre armamento de “Jane's” y de un documento escrito por un estadounidense chiita de Baltimore, que jamás había estado en Iraq (Nota 7). Ibrahim Al Marashi, por entonces alumno del Instituto de Estudios Internacionales de Monterrey (California), publicó más adelante su documento en un periódico israelí. Un batiburrillo patético, que por lo visto era lo mejor que pudo improvisarse, fue catalogado de “excelente” por Powell, que permitió que sus acostumbrados buenos modales se impusieran sobre su sensatez. Como ciudadanos de una sociedad libre, merecemos más de nuestros funcionarios asalariados. Sin acceso a los hechos, no tenemos forma de desempeñar adecuadamente nuestros deberes de ciudadanos. Si Iraq representa una amenaza para Estados Unidos, esto no ha sido demostrado en modo alguno. III Con todo, nos hemos precipitado hacia una guerra que podría: 1. Abocar a nuestra sociedad (y a gran parte del resto del mundo industrializado) a una crisis. En la primera semana de marzo, la Oficina de Presupuesto del Congreso de Estados Unidos realizó unos cálculos para la década entrante en los que se pasaba de un superávit de 5,6 billones de dólares a un déficit de 1,8 billones. Otras estimaciones predicen al menos el doble de déficit. Se espera que la guerra lleve el déficit del año 2003 hasta alrededor de 400.000 millones de dólares. 2. Originar un aumento de las penurias de los estadounidenses más pobres, puesto que aumenta la tasa de desempleo. Desde el año 2001, se han perdido casi dos millones de puestos de trabajo. 3. Forzar un recorte en bienestar social. Las escuelas públicas (e incluso las cárceles) se están viendo obligadas a recortar presupuestos. 4. Presionar más a la sanidad pública, cuando 75 millones de estadounidenses no tienen seguro médico. 5. Hacer peligrar la garantía de una jubilación entre la clase media, a causa de la pérdida de los ahorros cuando las compañías vayan a la quiebra a medida que la financiación resulte cada vez más cara y baje el consumo. El miedo a las consecuencias, antes incluso de que se produjesen las acciones hostiles, ya habían conducido a una caída drástica del índice Dow Jones, que suele ser considerado como prueba de la salud de la economía. 6. Acentuar o provocar profundas y amargas rupturas, así como causar una honda confusión y miedo en nuestra propia sociedad. 7. Llevar al Gobierno estadounidense a alterar, en algunos casos de forma radical, los tradicionales conceptos estadounidenses de legalidad (como con el encarcelamiento en severas condiciones de residentes sospechosos, sin acceso a un abogado (Nota 8) y, en algunos casos, la tortura (Nota 9) o el asesinato de hombres que legalmente tendrían que ser tratados como prisioneros de guerra (Nota 10)). En enero de este año, se filtró un borrador de una propuesta de ley titulado ley de Mejora de la Seguridad Nacional (apodada “Ley Patriótica II”), que autorizaría al secretario de Justicia a despojar de su ciudadanía a estadounidenses considerados como una amenaza para la “defensa nacional, la política exterior o los intereses económicos”, y a deportarlos o encarcelarlos sin posibilidad de apelación. 8. Distanciar a Estados Unidos de lo que el presidente Eisenhower, citando a Thomas Jefferson, llamaba “un respeto decente por la opinión de la humanidad”. El mayor aliado de Estados Unidos, el primer ministro británico, Tony Blair, con la oposición de la mayoría de sus compatriotas, se enfrentó a una importante rebelión en el seno de su partido y poco le faltó para perder el Parlamento. Los aliados con los que puede contar la Administración Bush están sobornados con miles de millones de dólares (como Turquía, Jordania, Israel y Egipto), o bien actúan conforme a sus propios programas nacionales, que no son necesariamente propicios para los intereses nacionales de Estados Unidos (Turquía contra los kurdos e Israel contra los palestinos), o bien están sujetos a irresistibles presiones diplomáticas o comerciales. Algunos de los nuevos aliados son países a los que el Gobierno estadounidense apenas había prestado atención en otras épocas. La OTAN, tras décadas de paciente construcción, hace aguas, y la UE está fracturada, tal vez sin remedio. Incluso los vecinos más cercanos de Estados Unidos, Canadá y México, se oponen tanto popular como gubernamentalmente a esta política. 9. No lograr aprender del pasado. Fue el secretario de Estado, el entonces jefe del Estado Mayor estadounidense, Colin Powell, quien recalcó en un artículo aparecido en “Foreign Affairs” en 1992 la lección que Estados Unidos debería haber aprendido de la guerra del Golfo. “La guerra del Golfo –escribió– fue una guerra con objetivos limitados. De no haberlo sido, hoy estaríamos gobernando Bagdad con unos imperdonables costes en términos de dinero, bajas y ruptura de las relaciones regionales.” No obstante, en la actualidad, la Administración Bush ha anunciado unos planes que acarrearán costes de estos tres tipos. En breve tienen que aparecer, en algún lugar, razones convincentes para una política con tantísimas y tan evidentes consecuencias desastrosas. Los hombres de peso de la Administración Bush, qué duda cabe, no son estúpidos. De modo que, si no es el miedo a que Iraq ataque Estados Unidos –lo cual no tiene una base racional–, debemos preguntarnos cuál podría ser la motivación de una política tan claramente costosa y tal vez ruinosa. LA VANGUARDIA, 24 de marzo de 2003 © William R. Polk Traducción: Laura Manero Jiménez William R. Polk es director de la Fundación W. P. Carey. El presidente Kennedy lo nombró miembro del Consejo de Planificación Política del Departamento de Estado estadounidense. Estuvo a cargo de la planificación de la política estadounidense para la mayor parte del mundo islámico hasta 1965, año en el que pasó a ser profesor de Historia en la Universidad de Chicago y fundó el Centro de Estudios de Oriente Medio. Posteriormente también fue presidente del Instituto de Asuntos Internacionales Adlai Stevenson. Entre sus numerosas obras se cuentan: “The United States and the arab world” y “The elusive peace: the Middle East in the twentieth century”
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