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Homilía del Rector Mayor en la Fiesta de María Auxiliadora.

He venido a la Basílica de María Auxiliadora con profundos sentimientos de alegría y con la actitud del peregrino que busca la casa del Padre y de la madre. Desde el primer instante de mi reciente elección como Rector Mayor de los Salesianos, he confiado toda la Congregación, toda la Familia Salesiana y los jóvenes del mundo a la Virgen. Hoy, en su solemnidad, se me ha dado la gracia de celebrar por primera vez como sucesor de Don Bosco, en ésta su casa, que es la nuestra, tratando de imaginar lo que pudo significar para nuestro fundador y amado padre, la construcción de este santuario mariano, de donde ha brotado su gloria. Quisiera, por tanto, que esta Eucaristía recogiese la acción de gracias a Dios de todos nosotros por la presencia materna de María, que fue para Don Bosco, una presencia una presencia muy viva, desde el momento del sueño de los nueve años, en el que él la acogió como madre y maestra, bajo cuya disciplina se fue modelando su corazón de pastor de los jóvenes. Como Don Bosco, “Creemos que María está presente entre nosotros y continúa su misión de Madre de la Iglesia y Auxiliadora de los cristianos. Nos confiamos a Ella, humilde sierva en la que el Señor hizo obras grandes [3] para ser, entre los jóvenes, testigos del amor inagotable de su Hijo.” (Const. 8) A propósito de esta genial intuición de Don Bosco –hay que recordar que en el Concilio Vaticano II, en el discurso de clausura, Pablo VI proclamó oficialmente a María como “Madre de la Iglesia” – es importante que no separemos estos dos títulos. Son, en efecto, las dos caras de la misma medalla. En nuestra calidad de discípulos de Jesús, somos Iglesia, que tiene a María como Madre, y en nuestra calidad de cristianos, contamos con su protección materna y nos sentimos llamados a ser “auxiliadores” y “auxiliadoras” de los jóvenes en la prevención y en la lucha contra todas las dificultades que amenazan sus vidas, desde el aspecto físico, económico y social al moral y espiritual, poniendo en riesgo su felicidad e incluso su salvación. En esta devoción salesiana a la Virgen Auxiliadora, resaltan los aspectos de ‘maternidad’, en el sentido de acogida sin condiciones de los jóvenes más necesitados y en situación de riesgo psicosocial, y de bondad, como actitudes fundamentales en nuestra relación de educadores para con ellos. La invitación a confiarnos a María nos hace pensar en un gesto filial que evoca el salmo 130: “Como un niño en brazos de su madre”, pero con la conciencia de quien se confía y se consagra a alguien para indicar dedicación y pertenencia. Haciendo así, la devoción del Salesiano a María significa entrega, confianza, pertenencia y disponibilidad. Contemplando a María, resulta natural la evocación del canto del Magnificat, que es una llamada a recoger toda la historia doliente de la humanidad, que ha comenzado a renovarse en María, la nueva Eva, y por su medio. De aquí nace la misión del Salesiano, que no consiste en hacer cosas, aunque sean muy aparentes, sino en “convertirse en testimonio del amor inagotable del Padre revelado en su Hijo”. Con Don Bosco, queremos nutrir este reconocimiento a María por lo que ha sido y continúa siendo en la Iglesia y en la Congregación y, al mismo tiempo, asumir esta devoción a la Auxiliadora como un programa para hacer de ésta una experiencia de vida de forma que nuestro amor se convierta en docilidad, imitación y compromiso para hacer visible, creíble y eficaz el amor de Dios a favor de los jóvenes. Desde aquí comprendemos que la doble invocación de Inmaculada y Auxiliadora fue muy importante para Don Bosco. No se trata de dos títulos que se pudieran intercambiar con otros, como si fueran etiquetas. María Inmaculada y María Auxiliadora tienen que ver con la misión salesiana, con los destinatarios de ésta, con el método educativo. En cuanto Inmaculada, María representa la pedagogía divina, el dinamismo del amor que tiene la inmensa energía de abrir los corazones de los hombres y las mujeres, y, por tanto, los de los jóvenes, “los hace sentirse amados” –como diría Don Bosco-; que los conduce a “aprender a ver el amor en aquellas cosas que a ellos naturalmente les gustan poco, como son la disciplina, el estudio, la mortificación de sí mismos, y a realizar estas cosas con amor” (MB XVII, 110) No hay que maravillarse de que Don Bosco centrase toda su pedagogía en el amor y en la amabilidad. Esto lo llevó a hacer propio el Sistema Preventivo, que pone el acento en ir al encuentro de los jóvenes, en dar siempre el primer paso, en preferir a los últimos. La Inmaculada representa para Don Bosco la encarnación del amor preventivo de Dios, especialmente a favor de los jóvenes pobres, abandonados y en peligro. En cuanto Auxiliadora, María representa tanto la defensa de los más necesitados y acabados, como el cuidado maternal de quien te toma de la mano y te guía, te educa y te forma. Sin duda, el título de Auxiliadora tenia otras resonancias en tiempos de Don Bosco, diferentes de las que pueda tener en la actualidad. Lo cierto es que las principales víctimas de las expresiones negativas del modelo social actual son los jóvenes, o porque, privados de las cosas necesarias, comprometen su desarrollo normal o se sienten incluso tentados a buscar formas de vida que no desembocan en la plenitud de ésta, o porque, cerrados en sí mismos y en la búsqueda del confort, pierden el sentido de la vida, la capacidad de darse, la gratuidad y el servicio, y acaban por organizar su vida al margen de la realidad de Dios, fuente de la vida. Los destinatarios de nuestra misión, los jóvenes pobres, abandonados y en peligro (MB XIV, 662), dan razón del porqué de nuestra devoción a la Auxiliadora. Se trata de personas que no tienen ningún otro auxilio que el que viene de Dios, el cual pone su gloria en ser su defensor. La palabra de Dios ilumina esta devoción nuestra porque nos hace ver a María como el instrumento elegido por Dios para nuestra salvación. Ella es la mujer vestida de sol en lucha contra el dragón. Ella es la mujer que aceptó colaborar con Dios en el misterio de la encarnación de su Hijo para que compartiese hasta el fondo nuestra condición humana y para que nos convirtiese en hijos adoptivos. Ella es la mujer cuya fe vuelve a dar la alegría a quien la ha perdido o el sentido de la vida cuando éste ha desaparecido, como el vino que, en las bodas, se había acabado, y hace nacer así la fe de los discípulos. Como mujer llena de bondad, María está atenta a los mínimos detalles y se apercibe de la falta de vino y comprende que la alegría está en peligro. Toda la escena está llena de evocaciones bíblicas cargadas de simbolismo. Hay que recordar que la salvación misma se presenta en más de un texto profético como un banquete abundante de vinos refinados (Cf. Is.25, 6), para un pueblo privado del vino de la felicidad y de la sabiduría (Is.55, 1-3), y que el mismo Jesús retomará la imagen en una parábola en la que comparará la felicidad con la participación en el banquete del Reino de Dios (Cf. Mt.22, 1-10; Lc.14, 15-24) La grandeza de María consiste –para el evangelista- en su capacidad de descubrir, junto al malestar de aquella pareja desabastecida, la presencia de Jesús y de orientar hacia Él: “Haced lo que os diga” (v.5). A su vez, Jesús –que primero había reaccionado un tanto duramente con su madre- interviene y distribuye efectivamente “el mejor vino” de aquella felicidad prometida para el final de los tiempos, como signo de plenitud de la vida, del gozo y de la felicidad que Él ha traído al mundo. El vino nuevo de la alianza es el amor, pero éste depende de la glorificación final del Mesías, de aquella “hora” que, a través de la muerte, llevará a su cumplimiento el misterio de la manifestación definitiva de Dios: “Jesús, sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, después de haber amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn.13, 1) La actitud un tanto áspera de Jesús respecto a su madre vuelve incluso en la escena de la curación del hijo del funcionario del rey, a cuya petición de que “bajase a curar a su hijo porque se estaba muriendo” (Jn.4, 47b), Jesús respondió secamente: “Si no veis signos y prodigios, no creéis”. Pero, como María, el funcionario asumió la reprimenda pero insistió. Es esta fe en Jesús, es esta capacidad de fiarse de su Palabra, la que hace convertirse en realidad lo que Jesús había dicho a Natanael: “¿Es porque te he dicho que te vi debajo de la higuera por lo que crees? Pues cosas más grandes verás” (1, 50) María se presenta en Caná como creyente y como generadora de fe, como cultivadora de la fe de los discípulos en virtud de la propia fe que le ha llevado a inducir a Jesús a realizar signos que revelasen la presencia de Dios, su salvación. Dice, en efecto, el texto de Juan que, gracias al milagro obrado por su intercesión, los discípulos creyeron en Él. En la escuela de Caná, María nos enseña cuatro actitudes importantes para nuestra vida de creyentes: En primer lugar, a compartir las vicisitudes de los hombres y las mujeres. En su sencillez, es elocuente la forma con la que comienza el relato: “Hubo una boda en Caná de Galilea y la madre de Jesús estaba allí”. Significa solidarizarse con las angustias y las tristezas, con las esperanzas y las alegrías de nuestros contemporáneos. En segundo lugar, a estar atentos a las necesidades de los demás, a vivir no centrados sobre nosotros mismos sino sobre los otros. El hecho de que faltase el vino y María se preocupase: “La madre de Jesús le dijo: No les queda vino” es una prueba de su capacidad de observación para notar lo que falta. Significa conocer la realidad y las implicaciones: la falta de vino pone en peligro la continuidad de la fiesta y significa el fin de la alegría. En tercer lugar, a descubrir la presencia de Jesús y a orientar hacia Él, como el único que puede responder a nuestras más profundas necesidades y a los problemas existenciales. María casi desaparece de la escena tras haber dicho a los sirvientes. “Haced lo que Él os diga”. Significa dejar a Jesús el puesto que le corresponde: Él es el Mesías, el Cristo, aquél que hace abundar el vino bueno, el sentido de la vida y su plenitud en el amor. En cuarto lugar, a ser creyentes y creíbles, de modo que sea nuestra propia fe la que haga posible la fe de los demás. El texto de Juan pone una pequeña nota que parecería meramente de redacción, pero que tiene una fuerza catequética: “Así, en Caná de Galilea, comenzó Jesús sus señales, manifestó su gloria y sus discípulos creyeron más en Él”. Significa colaborar con la propia fe para que los demás puedan acceder a la fe. Que María Auxiliadora sea nuestra madre y maestra, como lo fue para Don Bosco, a fin de que podamos ser nosotros, como él lo fue, auxiliadores y auxiliadoras de los jóvenes. Pascual Chávez Villanueva Rector Mayor Turín, 24 de mayo de 2002
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